martes, 16 de octubre de 2012

Ángel Llanos, Padre Llanos

Llanos con algunos de sus compañeros de profesión y concejales en la fiesta de Navidad en el Concello de Vigo en 1995. En la foto lo vemos agachado, y a su derecha, Pérez Castrillo, Castillo y Leri. De pie, Víctor de las Heras, Francisco J. Gil, "Flaco" Portela, Domínguez, Fernando Gallego, César Rodríguez Pichel "Santiaguiños", Corina Porro también anda por ahí, al igual que Queca Merino, Cholo y ya no me preguntéis más porque no recuerdo el resto de los nombres.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, decía Césare Pavese. Pero nunca tendrá los ojos de Ángel Llanos. Sus ojos, los que miraron y encuadraron cámaras de placas de cristal con lámparas de magnesio con las que retrató en su estudio a miles de vigueses, cámaras de fuelle y lámparas sobrevoltadas, cámaras telemétricas, cámaras réflex y cámaras digitales, esos ojos están plasmados en millones de instantes de la vida de una ciudad, que capturó en forma de fotografías. Para Llanos, daba igual la cámara: lo importante era que siempre estaba allí. Allí donde el fotógrafo tenía que certificar un acontecimiento.
Al igual que a Guillermo Cameselle, a Ángel Llanos lo conocí en el verano de 1981. El verano en el que se casó Lady Di con el Príncipe de Gales. Nosotros no fuimos a la fiesta de aquella boda. Fuimos a hacer reportajes por las fiestas de Bouzas, de Cabral, de Coia. Llanos era el fotógrafo comodín, el todo terreno del que echaban mano en la redacción de Faro de Vigo cuando sus fotógrafos de plantilla, Cameselle y Magar estaban ocupados. Y en el Vigo de los primeros años de la década de 1980, con el bullir de una reconversión industrial y una democracia que todavía no era ni preadolescente los fotógrafos de plantilla estaban siempre en alguna carga policial, en algún pleno de la corporación o en alguna rueda de prensa del Celta. Ángel tenía, entonces su estudio en la calle Colón, al lado de la redacción local del Faro, aunque trabajaba para la Voz de Galicia, que estaba unos metros más allá, en la calle Uruguai, muy cerca de la confitería Solla. Pero daba igual. Llanos podía trabajar para Faro y Voz, dos acérrimos competidores, sin que hubiese ningún problema. Él tenía carrete para dos periódicos y si era necesario, para cuatro. Para cuando Llanos se convirtió en el fotógrafo para echar mano en caso de necesidad, ya tenía tras de sí una carrera de larguísimo recorrido que le había llevado a ser fotógrafo de guerra y testigo de la explosión industrial de Vigo y de su desarrollo.
Me gustaba ir a su casa, allí en Colón. Era un mundo. Un aleph borgiano, en el que cabía todo: el estudio fotográfico, la vivienda del artista y su familia y una cocina en la que te podías sentar a charlar con quien entraba por allí de visita mientras él terminaba en el cuarto oscuro de realizar un trabajo.
–¿Quieres un trozo de budín? –me decía Chicha con una amabilidad casi maternal. Claro que quería. A esas horas de la tarde, aquel budín (ella, al igual que yo, tampoco le llamaba pudding) entraba de maravilla, sobre todo con una copita de moscatel.
–Está rico, Chicha. ¿Lo hiciste tú?
–Está bueno, sí. Lo hizo Llanos.
 La cocina daba para atrás y te permitía descubrir el mundo insólito de los patios de manzana de Príncipe, Colón y Policarpo Sanz, condenados y aislados en el medio de la ciudad. Allí había árboles de todo tipo, maleza y ruinas de casas que habían quedado ahogadas por otros edificios que se le habían impuesto por delante. Era como el archivo fotográfico del propio Llanos en el que se juntaban las placas y los negativos de tres generaciones de fotógrafos.
A veces llegaba casi a la hora de cenar para pedirle que me acompañase a una información de última hora y Llanos, se levantaba de la mesa con una sonrisa como si una bella dama lo hubiese invitado a bailar. Era atento. Era un Santo. Para la mayoría de sus colegas era el Padre Llanos. Y en verdad es que ejercía ese papel, sobre todo con nosotros que éramos los más jóvenes.
En el aeropuerto de Peinador, en un acto de reivindicación organizdo por Leri, allá en 1982. Leri y Llanos (izquierda y derecha) con Chito Riera de pie en medio de ambos.
Podría parecer frágil y ya tenía 66 años cuando lo conocí. Pero nadie se le enfrentaba. Y a mí me salvó en más de una ocasión de algún lío. Recuerdo, en aquel verano, un crimen en la Rúa de Santiago, en los aledaños de la Herrería, al que me mandaron a investigar y hacer la información. El ambiente no era, precisamente, cordial con un periodista y a mí se me veía la cara de novato a un kilómetro. Mientras Llanos hacía las fotos por la zona, documentando los charcos de sangre donde se habían asestado las puñaladas me vi rodeado de un elenco singular en el que no faltaban proxenetas y otros rufianes. Pero allí estaba Llanos, que se acercó enseguida y con una autoridad que convertía aquella figura menuda en un gigante hizo que todos aquellos elementos se amilanaran. No me preguntéis cómo.
Empecé a tratarlo, cada vez con más frecuencia. Y sentí, al igual que el resto de mis compañeros esa paternal y a la vez magistral actitud de quien está de vuelta de todo, pero nunca jamás hace ostentación de todo lo que sabe o ha hecho. Eso lo ibas descubriendo poco a poco. Cuando te enseñaba una foto y te explicaba cómo había conseguido un efecto determinado, o cómo se preparaba él mismo los baños de revelado, el fijador y todos los productos químicos que eran necesarios para su profesión. A cada uno de nosotros nos sorprendía algo de él. Recuerdo que a Fernando Ramos le llamaba la atención cómo le había estampado la Laureada de San Fernando en el retrato fotográfico del general Varela, como si se la hubiese impuesto el mismísimo Franco, el mismo día que se la otorgaron. Xesteira me contaba cómo en una visita a Citroën de un Ministro de Trabajo, Llanos se subió por algún escondrijo de la factoría para hacer una foto panorámica y dio un paso en falso y se cayó delante del mismísimo ministro desde tres metros de altura. Sin inmutarse, como si hubiera sido un salto premeditado, se levantó, le hizo la foto al ministro y su séquito y se fue. A mí me emocionaba la historia de una foto que tenía en un cajón de su estudio: era una pareja joven. Él vestido de soldado. Ella con un traje oscuro. Aparentemente, no tenía nada de espectacular, salvo por el hecho de que aquella había sido una foto imposible. Él se había marchado al frente y se hizo la foto antes de partir, en 1936. Era la única foto que tenía ella de su hombre y nunca habían tenido ocasión de hacerse una juntos. Llanos, entonces, le había hecho la foto a ella, las compuso y, sin el photoshop, ni los artilugios de ahora, convirtió dos trozos de papel en un matrimonio al  que la guerra había separado para siempre. La magia de Llanos, del Padre Llanos, había conseguido que aquella mujer pudiera mostrar a su hijo una foto de sus padres juntos.
Navidades de 1988. Periodistas y concejales compartiendo un día de tregua.
El archivo de Llanos es, posiblemente, el más importante de la historia de Vigo. Sin duda. Porque cuando Pacheco ya había cerrado su estudio, Llanos siguió. Algún día alguien tendrá que recuperarlo, catalogarlo y enseñárselo a las generaciones de la cámara en el móvil.
Vendrá la muerte y tendrá los ojos de todos nosotros. Pero los tuyos no, querido Llanos. Los tuyos están en cada una de las fotos que hiciste. Millones de fotos. Su obra, esté donde esté, es patrimonio de todos, como un buen legado cultural. Aunque, lo siento, el budín no. Ese recuerdo lo quiero para mí.

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